Desiertas | Palabras
Los dioses convalecen
Los dioses convalecen
Primero fue Salman; le siguió Hanif; este mes, Paul. No hay remedio. No hay escapatoria. Mis dioses yacen a merced del destino, eso que ellos han dominado durante tanto tiempo, moviendo los hilos de las muertes y las caídas, de la redención de los deseos y las metamorfosis del lenguaje, de los maremotos y las pausas. Pero no hay remedio, no hay escapatoria, les han arrancado esos hilos y hoy se postran de rodillas, en la cama de un hospital o en el sillón de un cuarto, y guardan las manos. Aguardan la decisión final, esa que ya no les pertenece. No hay de otra, es inevitable, no veo la escapatoria. Salman Rushdie, Hanif Kureishi y Paul Auster están lastimados y aguardan adoloridos las decisiones de las moiras. Acepto al fin la frase que me ronda desde hace meses: mis dioses convalecen.
La idea no es nueva, ni siquiera mía. Había ocurrido antes, en un tiempo que parece pertenecer a otro siglo –aunque es éste- y en otra vida que de tan lejana parece ser de alguien más –a pesar de que es la mía-, cuando un Zeus hispano nos volteó de cabeza. América Latina contuvo la respiración al saber la noticia: Gustavo Cerati había tenido un accidente. Gustavo Cerati tenía muerte cerebral. Gustavo Cerati no volvería. “Eso es imposible” clamamos soltando el aliento, aquejados por la fatalidad. “Los dioses no mueren”, gritamos. Pero nadie hizo caso. Porque sí morían.
Nos contaron mal la mitología.
Salman Rushdie. Chattuanga, julio 2022. Un año fatídico después de una pandemia fatídica. Punto de vista del autor desde el podio de una pequeña ciudad en el este de USA, cerca del Nueva York que lo acogió tras huir de la prisión de una amenaza. Desde el podio observa esas miradas que no se le van de encima. Un dios con cara de diablo, o viceversa, o mejor aún: un diablo con máscara de ángel. Farishta, Gibreel, Omar. Todos sus personajes confluyen él. Ha sido invitado a ese lugar para hablar del derecho a pronunciar cualquier verso, en ese world tour permanente en el que vive. Porque él no es solo un dios: es un rockstar. Pero algo, alguien, que quiere cortar sus alas sube, lo lastima, cree que puede acabar con la vida de ese dios. Más tarde no podrá creer lo que escuchan sus oídos ni lo que miran sus ojos: no murió. Debe haber tenido la certeza de que era, en efecto, un diablo inmortal. Pero se equivocaba: era un dios. Y la moira no quiso cortar el hilo ese día.
Hanif Kureishi, Roma, diciembre 2022. El año fatídico está a punto de esfumarse, pero aún le queda tiempo para decir adiós con un acto final. Kureishi se desploma de pronto y su cuerpo hace tal contorsión que unas partes de su esqueleto truena. Es operado, pero, por lo pronto, no puede mover nada del cuello para abajo. Necesita asistencia incluso para hablar, por lo que este buda de los suburbios yace en la cama de un hospital y desde ahí twittea con ayuda, nos cuenta su historia. Es trágico y divertido a la vez. Es Hanif. Sus palabras vuelan, tienen alas, planean en el cuarto del hospital y aterrizan veloces como la luz en nuestros celulares: son sus cartas. Un nudo sube a la garganta: era lógico. Los dioses escriben cartas.
Paul Auster. Nueva York, marzo 2023. Con la primavera llega la mala noticia. Paul anda en embates contra la enfermedad y también contra la propia medicina que lo acompaña en la batalla. Siri Hustved, esa otra deidad suprema, y también su mujer, lo cuenta en un post: están juntos en Cancerland, un sitio que creíamos sólo era para mortales. ¿Qué rayos decía la mitología? Cierto: los dioses no se quedan quietos en el Olimpo, no les gusta estar solos ni juntarse sólo entre ellos: les atrae desobedecer, bajar a la tierra, cruzarse con mortales de sueldos bajos y poco sentido del humor. Así está Paul, gentilicio de Nueva York. Se encuentra entre nosotros.
Pienso en la distancia en esos dioses lacerados, uno más que el otro, con las heridas aún abiertas sobre la piel, expuestas al sol y a algún que otro cuervo. Y yo aquí, simple mortal con no tan mal humor pero pésimo sueldo, con ganasde escribir sobre ellos, teclear su nombre con mis dedos una y otra vez, Hanif Hanif Salman Salman Paul Paul, como si fueran una melodía, como las teclas del piano que algún día toqué pero que hoy ya no entiendo, al igual que desconozco esta manía mía de hablar de lo divino cuando ni siquiera creo en dioses ni religiones, porque eso fue, paradójicamente, lo que me enseñó un dios: que no hay nada divino ni nada diabólico o que sí hay pero es lo mismo.
Tal vez sea cierto: es lo mismo y mis dioses son en realidad humanos con máscaras de deidades que se lamentan al igual que nosotros con la mala comida del hospital y el estreñimiento de los domingos.
Pero al volver a ellos, a sus páginas, a sus personajes y a su cadena de palabras engarzadas que me hace volar, cuelgo en el perchero mi ateísmo y vuelvo a creer en lo divino, son ellos quienes vuelven a ser mis deidades, mi Zeus de bolsillo, y otra vez me lamento de que esto sea inevitable, que no pueda detenerse: los dioses quieren dejarnos, despedirse, abandonarnos. O quién sabe, tal como lo dijo uno de ellos: para volver a nacer, primero tienes que morir. Y ellos están listos para renacer.
Pero por ahora, no hay remedio, no hay escapatoria. Por ahora, mis dioses convalecen.
Canción de tumba
Herbert despelleja las palabras, las azota contra el suelo y nos las devuelve envueltas en brillante papel celofán. No exageramos al afirmar que “Canción de tumba” es parteaguas de la literatura mexicana contemporánea. No exageramos tampoco al confesar que se nos atragantó la ternura y el dolor detrás de los ojos.
Autor: Julián Herbert
Editorial: Debolsillo
ISBN: 9786073121002